Pentecostés

 Pentecostés, el nacimiento del Nuevo Pueblo de Dios

Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles


Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa en la que se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos de Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oír este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno lo oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor, decían: "¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y en Panfilia, en Egipto y en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos en nuestras lenguas proclamar las maravillas de Dios"

Palabra de Dios, Hechos 2, 1-11

La Iglesia, el Nuevo Pueblo de Dios


En Genesis 11, 1-9, encontramos el relato de la Torre de Babel, una mitología en donde se narra el origen de las distintas lenguas humanas. En este texto, se nos presenta a la humanidad como un único pueblo, que habla un único idioma. Deciden establecerse y construir una ciudad "para perpetuar nuestro nombre" y en medio edificar una torre que llegara al cielo. Por esto, Dios hace que cada uno comience a hablar una lengua diferente y así, se "cofunden" y dispersan. Esta expresión, "para perpetuar nuestro nombre", expresa el orgullo humano que busca fundar una civilización basada en la autoexaltación del ser humano y el olvido de Dios. 
En el relato de los Hechos, nos encontramos con los Apóstoles, los discípulos y María, reunidos en una actitud muy diferente a la del Genesis; ellos están en oración, celebrando la Fiesta de Pentecostés que era originariamente la Fiesta de la Cosecha, cincuenta días después de la Pascua, en donde se ofrecían las primicias de las cosechas. Más tarde, pasó a conmemorar la Alianza en el Monte Sinaí y el don de la Ley por medio de Moisés. Desde todas las regiones se acercaban los judíos a celebrar esta fiesta; también prosélitos, extranjeros convertidos al judaísmo y muchos paganos que venían por diferentes motivos. Distintas civilizaciones se acercan ese día llamados por un Dios. Los Apóstoles, junto a los discípulos y a María, estaban en espera del Señor, del Espíritu que viniera a decirles qué debían hacer: estaban a la espera de la Voluntad de Dios. Desde el cielo se escucha un fuerte ruido y lenguas como de fuego descienden sobre ellos; cada uno comienza a hablar en distintas lenguas "según el Espíritu les permitía expresarse". La multitud, alertada por el fuerte ruido, se acerca a ver qué sucede y queda asombrada escuchándolos hablar en sus propias lenguas "las maravillas de Dios". No en una única lengua, sino cada uno en su propio idioma. No proclaman las maravillas de ningún pueblo, de ninguna persona: proclaman las maravillas de Dios.
El Espíritu Santo llega con todo su poder a reafirmar la obra redentora de Jesús restableciendo la unidad humana destruida por el pecado, por encima de toda lengua y raza: cuando Dios habla, su "Pueblo" lo comprende, sin importar de dónde es, ni el idioma que hable, lo reconoce y lo escucha. Ya no busca "perpetuar su nombre" sino que solo se alegra en proclamar las maravillas del Señor, su Dios; en él se gloria y a él busca con ansias. Porque ya no hay otro nombre más que el Nombre de Jesucristo, para gloria del Padre, en la unidad del Espíritu Santo.
La Iglesia nace, así, una, en la diversidad; con un único lenguaje: el Amor, comprensible en toda raza y lengua. Y en busca de todos, en todas partes, impulsada por el Espíritu Santo que la conduce y vivífica. Nace en la humildad de saberse necesitada de Dios, en espera de su Voluntad, dócil a su designio. La Iglesia nace como la nueva civilización que contiene a todos, que busca a todos, que entiende a todos, que abraza a todos. Nace en el silencio de la oración, en la intimidad de la comunidad. La Iglesia nace en un mismo Espíritu de Amor, que trasciende toda raza, toda cultura, todo tiempo y nos hace uno en Cristo Jesús para la gloria de Dios Padre.


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