Evangelio y Lecturas del día 21 de agosto de 2022

Los nuevos elegidos del Reino

Primera Lectura

Lectura del Libro del Profeta Isaías:

Entonces, yo mismo vendré a reunir a todas las naciones y a todas las lenguas, y ellas vendrán y verán mi gloria. Yo les daré una señal, y a algunos de sus sobrevivientes los enviaré a las naciones: a Tarsis, Put, Lud, Mésec, Ros, Taval y Javán, a las costas lejanas que no han oído hablar de mí ni han visto mi gloria. Y ellos  anunciarán mi gloria a las naciones.
Ellos traerán a todos los  hermanos de ustedes,  como una ofrenda al Señor, hasta mi Montaña santa de Jerusalén. Los traerán en caballos, carros y literas, a lomo de mulas y en dromedarios dice el Señor― como los israelitas llevan la ofrenda a la Casa del Señor en un recipiente puro. Y también de ellos tomaré sacerdotes y levitas, dice el Señor.

Palabra de Dios, Isaías 66, 18-21

Salmo responsorial

¡Alaben al Señor, todas las  naciones,
glorifíquenlo, todos los pueblos!

Porque es inquebrantable su amor por nosotros,
y su fidelidad permanece para siempre.

¡Aleluya!

Salmo 116, 1-2

Segunda Lectura

Lectura de la Carta a los Hebreos

Ustedes se han olvidado de la exhortación que Dios les dirige como hijos suyos:

Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor,
y cuando te reprenda, no te desalientes.
Porque el Señor corrige al que ama
y castiga a todo aquel que recibe como hijo.

Si ustedes tienen que sufrir es para su corrección; porque Dios los trata como hijos, y ¿hay algún hijo que no sea corregido por su padre? (...) Es verdad que toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría; pero más tarde produce frutos de paz y justicia en los que han sido adiestrados por ella. Por eso, que recobren su vigor las manos que desfallecen y las rodillas que flaquean. Y ustedes, avancen por un camino llano, para que el rengo no se caiga, sino que se cure.

Palabra del Señor, Hebreos 12, 5-7. 11-13

Evangelio según San Lucas:

Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?" El respondió: "Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y él les responderá: No sé de dónde son ustedes. Entonces comenzarán a decir: Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas. Pero él les dirá:  No sé de donde son ustedes, ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!
Allí habrá llanto  rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados fuera. Y vendrán muchos del Oriente y el Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos". 

Palabra de Dios, Lucas 13, 22-30

¿En qué nos reconocerá el Señor?

Dios nos convoca desde todas las regiones, en todo tiempo, a toda raza, a toda persona, sin distinción alguna, para ser parte de su Reino, para sentarnos a su mesa y participar del banquete que él mismo nos preparó y sirvió. Sin embargo, la "puerta" de entrada es estrecha, y tiene una única llave capaz de abrirla: el Amor. 
"Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas". Pero el Señor los desconoce; porque Dios no mira los títulos o los apellidos, la raza o  el  credo, no tiene en cuenta la condición social o las ideologías humanas. Dios conoce por el corazón, por el amor que guardamos en él, el que ponemos en cada acción, el que brindamos a los demás. También nosotros al llegar podremos decir: "Hemos ido a misa todos los domingos, y tú nos enseñabas tu Palabra; hemos trabajado en nuestras comunidades y parroquias, hemos predicado el Evangelio y profetizamos en tu Nombre..." Y aún así, el Señor puede no reconocernos. Porque "aunque yo hablara  todas la lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retine. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar las montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada" (1 Cor. 13, 1-3). 
Detengámonos un momento, en este pasaje de Pablo: no solo enumera el don de las profecías o las ciencias, va más allá; ni la fe, ni el servicio o el mismo martirio sirven de mucho, si no nacen desde el amor, a Dios por sobre todas las cosas, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. 
Entremos, pues, por la puerta estrecha, con la única "identificación de ingreso" válida para nuestro Señor: el Amor que supimos sembrar en este mundo; porque "En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn. 13, 35)


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