Evangelio y Lecturas del día 18 de junio de 2023

 Rueguen al dueño del campo

Primera Lectura

Lectura del Libro del Éxodo

Después de su salida de Egipto, los israelitas llegaron al desierto del Sinaí. Habían partido de Refidím, y cuando llegaron al desierto del Sinaí, establecieron allí su campamento. Israel acampó frente a la montaña.
Moisés subió a encontrarse con Dios. El Señor lo llamó desde la montaña y le dijo: «Habla en estos términos a la casa de Jacob y anuncia este mensaje a los israelitas:

"Ustedes han visto cómo traté a Egipto,
y cómo los conduje sobre alas de águila
y los traje hasta mí.
Ahora, si escuchan mi voz y observan mi alianza,
serán mi propiedad exclusiva entre todos los pueblos,
porque toda la tierra me pertenece.
Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes
y una nación que me está consagrada"».

Palabra de Dios, Éxodo 19, 1b-6a

Salmo responsorial

R/ Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño.

Aclame al Señor toda la tierra,
sirvan al Señor con alegría,
lleguen hasta él con cantos jubilosos. R/

Reconozcan que el Señor es Dios:
él nos hizo y a él pertenecemos;
somos su pueblo y ovejas de su rebaño. R/

¡Qué bueno es el Señor!
Su misericordia permanece para siempre,
y su fidelidad por todas las generaciones. R/

Segunda Lectura

Lectura de la Carta de San Pablo a los Romanos

Cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores. Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Y ahora que estamos justificados por su sangre, con mayor razón seremos librados por él de la ira de Dios. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Y esto no es todo: nosotros nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien desde ahora hemos recibido la reconciliación. 

Palabra de Dios, Romanos 5, 6-11

Evangelio según San Mateo

Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en la sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a los discípulos: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha».
Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son: en primer lugar Simón, de sobrenombre Pedro, y su hermano Andrés; luego, Santiago, hijo de Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó. 
A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones: «No vayan a regiones paganas, ni entren en ninguna ciudad de los samaritanos. Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente».

Palabra del Señor, Mateo 9, 35—10, 8


La misión

Jesús encuentra un pueblo fatigado y abatido, por la orfandad en la que lo habían dejado sus pastores que forjaban sus fortunas y privilegios a expensas de las cargas que le imponían. Fariseos y saduceos, zelotes y esenios, todos proclamaban a un Dios muy lejano, con una visión y un discurso que sólo respondía al propio interés de cada uno, y nunca escuchaba, nunca traía ningún alivio. Solo regaba las calles de Jerusalén de sangre y avaricia. A la tiranía de los romanos, se enfrentaba la violencia de los zelotes; a los placeres de Herodes, la avaricia de fariseos y saduceos; a las excentricidades paganas, el vacío misticismo de los esenios. Todos hablaban de Dios, todos se adueñaban de la verdad, todos pujaban por su razón, pero nadie escuchaba el clamor de un pueblo que, en su desolación y a tientas, buscaba al Padre que los cobijara. 
Jesús es la respuesta de ese Padre que escucha el clamor de su pueblo; la palabra de Jesús hace viva las antiguas Escrituras, no porque agregue o quite algo, simplemente porque las hace vivas con su propia vida, con sus actitudes, con el gesto siempre pronto de amor incansable. En Jesús, el pueblo que andaba en tinieblas ya no escucha que le "hablan" de misericordia, experimenta el amor del Padre entregado en el Hijo. La promesa se cumplía, la Palabra se hacía carne y estaba habitando en medio de ellos. 
Pero no era algo que debían guardar para sí; el amor del Padre, su misericordia y gracia debía llevarse a los demás, debía compartirse para hacerse Reino, el Reino de los Cielos por el que tanto habían esperado, por el que tanto habían clamado; porque en esto consiste el Reino de Dios: en el amor que se tengan los unos a los otros. 
También hoy, somos como ovejas sin pastor, en medio de avaricias y violencia. También hoy nos encontramos tironeados por políticos y gobernantes que solo buscan saciar sus ansias de poder y riquezas. Mientras el pueblo padece pobreza, injusticia, violencia y muerte, políticos y religiosos se pierden en discursos vanos, cada uno buscando su propio interés. Nuestros pueblos latinoamericanos no son muy distintos a aquel Israel que encontró Jesús en su peregrinar. Pero él sigue siendo la misma respuesta del Padre que, aunque nos parezca sordo, escucha siempre nuestro clamor: "Este es mi Hijo amado, en quien se complace mi alma. Escuchenlo". Escucharlo es hacer viva su palabra en medio nuestro, denunciando las injusticias, estando junto al que necesita nuestra entereza, nuestro abrazo, nuestro coraje para transformar la realidad. Hacer vivo el Reino de Dios es no aceptar tanta injusticia; es dar, con nuestro gesto decidido y tenaz, el giro a la realidad, el no contundente a la muerte, a la impunidad, a la permanencia constante en un poder que no le es propio, sino del pueblo que deben representar. La libertad no es una "gauchadita" que nos hace un gobernante, es nuestra decisión de vida, insobornable, absolutamente innegociable, ni siquiera con Dios. Es la gracia que hemos recibido gratuitamente y que jamás debemos quitar a nadie. Es la garantía sin caducidad de la justicia y la dignidad humana. Es Dios vivo, en medio nuestro, derramando su amor en nosotros. Porque solo en libertad es posible el Reino de los Cielos. Porque solo en libertad es posible el amor.

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