Presentación del Señor
Primera Lectura
Lectura del Libro del Profeta Malaquías
Yo envío a mi mensajero
para que prepare el camino delante de mí.
Y enseguida entrará en su Templo
el Señor que ustedes buscan,
y el Ángel de la alianza que ustedes desean
ya viene, dice el Señor de los ejércitos.
¿Quién podrá soportar el Día de su venida?
¿Quién quedará en pie cuando aparezca?
Porque él es como el fuego del fundidor
y como a lejía de los lavanderos.
Él se sentará para fundir y purificar:
purificará a los hijos de Leví
y los depurará como al oro y a la plata;
y ellos serán para el Señor
los que presentan la ofrenda conforme a la justicia.
La ofrenda de Judá y de Jerusalén será agradable al Señor,
como en los tiempos pasados, como en los primeros años.
Palabra del Señor, Malaquías 3, 1-4
Salmo responsorial
R/ El Rey de la gloria es el Dios de los ejércitos
¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria! R/
¿Y quién es ese Rey de la gloria?
Es el Señor, el fuerte, el poderoso,
el Señor poderoso en los combates. R/
¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria. R/
¿Y quién es ese Rey de la gloria?
El Rey de la gloria
es el Señor de los ejércitos. R/
Salmo 23, 7-10
Segunda lectura
Lectura de la Carta a los Hebreos
Ya que los hijos tienen una misma sangre y una misma carne, Jesús también debía participar de esa condición, para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquel que tenía dominio de la muerte, es decir, al demonio, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor de la muerte. Porque él no vino a socorrer a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En consecuencia, debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio a Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo. Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, él puede ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba.
Palabra del Señor, Hebreos 2, 14-18
Evangelio según San Lucas
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debía ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordenaba la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz,
como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas
y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por todo lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetiza llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de haber cumplido con todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
Palabra del Señor, Lucas 2, 22-40
Mis ojos han visto la salvación
José y María llegan hasta el Templo de Jerusalén para cumplir con los ritos establecidos por la Ley de Moisés; Jesús, un bebé más entre muchos que solían llegar a diario a cumplir con lo mismos ritos, llama la atención de dos ancianos, santos, justos, sencillos. Aún faltaba mucho para que sus palabras despertará los corazones y reconfortará el alma; aún los enfermos no habían sido curados, ni huían los demonios a su paso; tampoco los mares y los vientos se calmaban al oír su voz, ni los panes se multiplicaban para que comiera la multitud que iba a su encuentro. Era solo un bebé, uno más que llegaba a cumplir con lo establecido desde hacía siglos. Sin embargo, Simeón exclama: mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos. ¿Por qué? El Espíritu Santo estaba en él. Pero, ¿por qué los sacerdotes y fariseos no lo vieron?, ¿Por qué el Espíritu Santo se lo reveló a un humilde anciano y no a un ilustre miembro del Templo? La respuesta no está en el Espíritu Santo sino en nuestro corazón. El Espíritu es el mismo para todos, en todos derrama su gracia en igual medida; es nuestro corazón el que se cierra a su verdad y a su presencia amorosa. Los sacerdotes, escribas y fariseos estaban demasiado ocupados en sus intrigas y pujas de poder como para ver al Niño que traía la salvación, la inocencia, la paz de una nueva vida. Habían dejado en el olvido la esperanza de un Mesías que rescataría a su pueblo de todos sus males; algún día llegaría, ellos tenían que pensar con los pies sobre la tierra como pacificar a la muchedumbre y conformar a Roma para mantener sus privilegios. La idea de un Mesías liberador no era conveniente frente al Cesar, y avivaba las revueltas entre distintos grupos rebeldes.
Para estos humildes ancianos, Simeón y Ana, la realidad era muy diferente. Su corazón estaba a la espera del cumplimento de esa promesa, ansiosos por la llegada de ese Mesía que traería la paz y la justicia de Dios. Aquella promesa del Señor era todo su tesoro. Buscaban anhelantes un signo, una señal de que ese día se acercaba; por eso, al entrar Jesús al Templo comprendieron lo que el Espíritu les estaba anunciando; su corazón se llenó de gozo, un gozo que transmitieron a los demás, y así, al igual que Juan el Bautista, fueron la voz en el desierto que clama: «allanen el camino del Señor».
También nosotros, con el correr de los siglos, hemos perdido esa ansia por el regreso del Señor; algún día será, mientras tengo que ocuparme de resolver los problemas cotidianos, trabajar y esforzarme porque las cuentas no se pagan con rosarios... Hemos perdido la percepción a los milagros y los llamamos "suerte", perdidos en nuestras preocupaciones y angustias. Sin embargo, el Espíritu Santo sigue derramando su bendición en nuestros corazones y espera ese momento en que todas nuestras seguridades se derrumban y nos encontramos solos, en el silencio profundo de nuestra alma. Allí es donde volvemos a ver a ese bebé en brazos de su madre entrando en el Templo y entendemos que ha llegado nuestro Salvador. Y ya no se irá; crecerá en nuestro corazón, llenos de sabiduría y nos dará la gracia de Dios, para nacer de nuevo a la Vida eterna a la que nos consagró.
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