4° Domingo de Pascua
Primera Lectura
Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles
Pablo y Bernabé continuaron su viaje, y de Perge fueron a Antioquía de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y se sentaron. Muchos judíos y prosélitos que adoraban a Dios siguieron a Pablo y a Bernabé. Estos conversaban con ellos, exhortándolos a permanecer fieles a la gracia de Dios.
Casi toda la ciudad se reunió el sábado siguiente para escuchar la Palabra de Dios. Al ver esa multitud, los judíos se llenaron de envidia y con injurias contradecían las palabras de Pablo. Entonces Pablo y Bernabé, con gran firmeza, dijeron: «A ustedes debíamos anunciar en primer lugar la Palabra de Dios, pero ya que la rechazan y no se consideran dignos de la Vida eterna, nos dirigimos ahora a los paganos. Así nos ha ordenado el Señor:
Yo te he establecido
para ser la luz de las naciones,
para llevar la salvación
hasta los confines de la tierra».
Al oír esto, los paganos, llenos de alegría, alabaron la Palabra de Dios, y todos los que estaban destinados a la Vida eterna abrazaron la fe. Así la Palabra del Señor se iba extendiendo por toda la región. Pero los judíos instigaron a unas mujeres piadosas que pertenecían a la aristocracia y a los principales de la ciudad, provocando una persecución contra Pablo y Bernabé, y los echaron de su territorio. Estos, sacudiendo el polvo de sus pies en señal de protesta contra ellos, se dirigieron a Iconio. Los discípulos, por su parte, quedaron llenos de alegría y del Espíritu Santo.
Palabra de Dios, Hechos 13, 14. 43-52
Salmo responsorial
R/. Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
Aclame al Señor toda la tierra,
sirvan al Señor con alegría,
lleguen hasta él con cantos jubilosos. R/.
Reconozcan que el Señor es Dios:
él nos hizo y a él pertenecemos;
somos su pueblo y ovejas de su rebaño. R/.
¡Qué bueno es el Señor!
Su misericordia permanece para siempre,
y su fidelidad por todas las generaciones. R/.
Salmo 99, 1-3. 5
Segunda Lectura
Lectura del Libro del Apocalipsis
Vi una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas y llevaban palmas en las manos.
Uno de los Ancianos me dijo: «Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios y le rinden culto día y noche en el Templo. El que está sentado en el trono habitará en ellos: nunca más padecerán hambre ni sed, ni serán agobiados por el sol o el calor. Porque el Cordero que está en medio del trono será su Pastor y los conducirá a los manantiales de agua viva. Y Dios secará toda lágrima de sus ojos».
Palabra de Dios, Apocalipsis 7, 9. 14b-17
Evangelio según San Juan
Mis ovejas escuchan mi voz,
yo las conozco y ellas me siguen.
Yo les doy Vida eterna:
ellas no perecerán jamás
y nadie las arrebatará de mis manos.
Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos
y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre.
El Padre y yo somos una sola cosa.
Palabra de Dios, Juan 10, 27-30
Nadie las arrebatará de mis manos
En este 4° Domingo de Pascua, Jesús se presenta ante nosotros como el Buen Pastor que cuida de nuestra vida y guía nuestros pasos. Frente a las persecuciones de los primeros cristianos, y las angustias que estas provocaban en las pequeñas comunidades, Jesús les deja —a ellos, y a nosotros— esta promesa: Nada los arrebatará de mis manos. Era lógico frente a la tortura y la muerte a la que eran sometidos, flaquear, temer, dudar y hasta desertar. Pero la misericordia de Dios que penetra el corazón humano hasta lo más profundo de su alma, nunca nos abandona, nos cuida, nos envuelve y nos devuelve a la vida, con mayor fuerza, con mayor convicción; nos hace capaces de lo imposible. Y así, la Iglesia se consolidó más y más tras cada persecución, extendiéndose por todo el planeta.
Otras luchas enfrenta hoy nuestra Iglesia —y cada uno de nosotros en lo cotidiano— que nos hacen dudar y desertar. Pero hoy como ayer, el amor de Dios nos atrae hacia él, nos reconforta y nos devuelve a la vida. Caminemos pues, confiados en que nada nos arrebatará de sus manos, esas manos amorosas que nos cuidan y protegen de todo mal, mientras nos conducen hacia la Casa del Padre.
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